Al salir de la cantina, la luz de ambos soles que se ponían me dio de lleno en la cara, cegándome por unos instantes. Entornando los ojos, pude ver que al otro lado de la calle un hombre me esperaba con los brazos en jarras. “Hay algo extraño en esos brazos”, pensé. Pero también sus piernas eran extrañas. Al avanzar hacia él, pude distinguir más claramente su silueta y comprobé que, efectivamente, sus brazos y piernas no eran naturales, sino biónicas, con acabado en duracero en lugar de sintocarne. Un sable de luz colgaba del cinto, brillando al reflejar la luz de los soles.